viernes, 23 de junio de 2017

Odiseo y Polifemo

Odiseo y Polifemo

Fragmento del canto IX de la Odisea de Homero

Odiseo prosigue la narración de sus infortunios en la tierra de los cíclopes y cuenta a los comensales su aventura con el gigante Polifemo. Del desenlace de estos hechos proviene la enemistad con Poseidón, padre del cíclope, y las posteriores consecuencias del relato de Odiseo.

Desde allí continuamos la navegación con ánimo afligido, y llegamos a la tierra de los cíclopes. Éstos, confiados en los dioses inmortales, no plantan árboles ni labran los campos; todo les nace sin semilla y sin arado y lo hace crecer la lluvia enviada por Zeus. Carecen de ágoras donde reunirse a deliberar, y viven en las cumbres de los montes, en cuevas; cada cual impera en sus hijos y mujeres, y no se entrometen los unos con los otros.

Delante del puerto, no muy cerca ni a gran distancia de los cíclopes, hay una pequeña isla poblada de bosques, con infinidad de cabras montesas, pues no las ahuyenta el paso de ningún hombre. No se ven en ella ni rebaños ni labradíos, y las tierras están sin sembrar. Los cíclopes no tienen naves de rojas proas artífices que se las construyan. El interior de la isla es llano y podrían segarse altísimas mieses, ya que el suelo es fértil. Posee un cómodo puerto, en donde no se requieren amarras ni es preciso echar áncoras. En lo alto del puerto mana una fuente de agua límpida bajo una cueva a cuyo alrededor han crecido los álamos. En esta isla, pues, amainamos las velas y saltamos a la orilla del mar y, entregándonos al sueño, aguardamos a que amaneciera la divina Aurora.

No bien se descubrió la hija de la mañana anduvimos por la isla muy admirados. Las ninfas, hijas de Zeus, trajeron cabras montaraces para que comieran mis compañeros. Doce eran las naves que me seguían y a cada una le correspondieron nueve cabras, apartándose diez para mí solo. Mucho comimos y bebimos. Al día siguiente llamé a mis compañeros a junta y les dije: “Quédense aquí, mis fieles amigos, y yo iré allá con mi nave y compañeros y procuraré averiguar qué hombres son aquellos”.

Subí a la nave y así llegamos a dicha tierra, muy próxima. Vimos en uno de los extremos una gruta: en ella reposaban ovejas y cabras, y en el contorno había una alta cerca de piedras, grandes pinos y encinas de elevada copa. Allí moraba un varón gigantesco, solitario, que apacentaba rebaños lejos de los demás hombres. Era un monstruo horrible y no parecía hombre sino bestia.

Ordené entonces a mis compañeros que guardaran la nave. Escogí los doce mejores y juntos echamos a andar, con un pellejo de cabra lleno de negro y dulce vino.

Pronto llegamos a la gruta, pero no dimos con el monstruo porque estaba apacentando a las ovejas. Entramos y nos pusimos a contemplar con admiración los zarzos cargados de quesos y los establos rebosantes de corderos y cabritos. Comimos queso, hicimos un sacrificio a los dioses y esperamos la llegada de aquel hombre.

Traía este hombre una gran carga de leña seca para preparar su comida, y la descargó dentro de la cueva con tal estruendo que nos refugiamos apresuradamente en lo más recóndito de ella. Luego metió en el espacioso antro todas las ovejas que tenía que ordeñar, dejando a la puerta los carneros y los bucos. Después cerró la entrada con una enorme piedra que no hubiesen podido mover veintidós sólidos carros de cuatro ruedas. Comenzó a ordeñar las ovejas y cabras y después se sirvió leche. Luego encendió el fuego y al vernos nos hizo estas preguntas: “¡Oh, forasteros! ¿Quiénes son y de dónde llegaron navegando por húmedos caminos? ¿Vienen por algún negocio o navegan como bandidos?”.

Nos infundía temor su voz grave y su aspecto monstruoso. Yo le respondí de esta manera: “Somos aqueos a quienes los vientos extraviaron al salir de Troya. Deseamos volver a la patria y nos preciamos de ser guerreros de Agamenón, y venimos a abrazar tus rodillas por si quisieras presentarnos los dones de la hospitalidad o hacernos algún otro regalo, como es costumbre entre los huéspedes y como es necesario para no desatar la ira de Zeus”.

El gigante me respondió enseguida con ánimo cruel: “¡Oh, forastero! Eres muy simple o vienes de lejanas tierras cuando me exhortas a temer a los dioses y guardarme de su cólera, pues los cíclopes no se cuidan de Zeus ni de los númenes, y yo no te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros por temor a la enemistad con Zeus. Pero dime, ¿en qué sitio dejaste la bien construida embarcación?”.

Esto último lo dijo para tentarme; pero su intención no me pasó inadvertida y a sus engañosas palabras le respondí: “Poseidón rompió mi nave, llevándosela a un promontorio y estrellándola contra las rocas, en los confines de tus tierras; el viento se la llevó y mis compañeros y yo pudimos liberarnos de una muerte terrible”.

De repente se levantó el cíclope y agarró a dos de mis compañeros, y después los arrojó como si fueran cachorros, y de golpe les despedazó los miembros. Después se preparó una cena con ellos y comió como un león, no dejando ni los intestinos ni los huesos. Mis compañeros y yo contemplábamos horrorizados el espectáculo, alzando las manos a Zeus, pues la desesperación se había apoderado de nosotros. Aguardamos a que se durmiera con el propósito de herirlo, pero la gruesa piedra que había colocado ante nosotros nos detuvo: aunque lo hubiésemos matado no habríamos podido salir, pues nos resultaba imposible mover aquel grandioso pedrusco. Así, sin saber qué hacer, esperamos la Aurora del día siguiente.

Cuando se descubrió la hija de la mañana, el cíclope encendió el fuego y ordeñó a las ovejas. Seguidamente echó mano a otros dos compañeros y, como hizo la noche anterior, se aparejó con ellos su almuerzo. Después sacó el ganado de la cueva y la cerró tras sí con la piedra. Quedé meditando siniestros planes para vengarme de la muerte de mis compañeros. Al fin me pareció que la mejor solución sería la siguiente: sobre el establo había una gran clava de olivo, semejante al mástil de un negro y ancho bajel de transporte. Corté una estaca que mis compañeros pulieron. Luego la endurecí con el fuego y la oculté bajo el estiércol.

Por la tarde volvió el cíclope, ordeñó las ovejas y cabras, agarró a otros dos compañeros y con ellos se aparejó la cena. Entonces, aproximándome con una copa de vino, le dije: “Toma, cíclope. Bebe vino, ya que comiste carne humana, a fin de que sepas qué bebida se guardaba en nuestro buque. Te lo traía para ofrecértelo en caso de que te apiadases de mí. Pero tú te enfureces de un modo muy cruel. ¿Cómo quieres que en lo sucesivo vengan a visitarte, si no te portas como es debido?”.

Polifemo tomó el vino y lo probó. Le gusto tanto que me pidió más: “Lléname nuevamente la copa –clamaba el cíclope– y hazme saber tu nombre para que te ofrezca un don hospitalario. También nuestra tierra produce gruesos racimos, que crecen con la lluvia enviada por Zeus, pero tu vino se compone de ambrosía y néctar”.

Volví a servirle el negro vino y se bebió tres copas. Y cuando los vapores del vino envolvieron su mente, le dije con suavidad: “Cíclope, preguntas cuál es mi nombre y voy a decírtelo, pero dame el presente de hospitalidad que me has prometido. Mi nombre es Nadie, y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros”.

“Pues a Nadie me lo comeré a lo último –respondió Polifemo–: tal es mi don hospitalario”.

Se echó hacia atrás y cayó de espaldas, durmiéndose de a poco. Entonces puse la punta de la estaca en el fuego y cuando comenzó a arder, junto con mis compañeros, la hincamos en el ojo del cíclope, haciéndola girar rápidamente. En seguida, el cíclope dio un terrible gemido que retumbó estrepitosamente en la cueva. Se arrancó la estaca y comenzó a llamar a los gritos a sus amigos cíclopes, quienes acudieron a su encuentro y le preguntaron qué le angustiaba: “¿¡Por qué gritas de ese modo, a estas horas de la noche!?”.

“¡Oh, amigos! –les respondió Polifemo–. ¡Nadie me ha herido con engaño!”.

“Pues si nadie te ha herido, ¡no es posible evitar la enfermedad que te envía el gran Zeus!; ruega, pues, a tu padre, el soberano Poseidón”, le contestaron sus amigos.

Apenas acabaron de hablar, se retiraron. El cíclope, gimiendo por los dolores, anduvo a tientas, quitó el peñasco de la puerta y se sentó en la entrada, con los brazos tendidos para atraparnos cuando saliéramos. Pensé en toda clase de engaños para escapar y al fin me pareció lo mejor esperar hasta la aparición de la divina Aurora.

Cuando se descubrió la hija de la mañana, los machos de las ovejas salieron presurosos a pacer, y las hembras, como no se las había ordeñado, balaban en el corral. Su amo, afligido por los dolores, palpaba el lomo a todas las reses y no advirtió que mis compañeros iban atados al vientre de los animales. Al notar que su oveja predilecta se había quedado rezagada, le habló así: “¡Carnero querido! –gemía Polifemo–, ¿por qué sales de la gruta el postrero del rebaño? Nunca te quedaste detrás de las ovejas, sino que siempre ibas adelante. Sin duda echarás de menos el ojo de tu señor, a quien cegó un hombre malvado. ¡Si tuvieras mis sentimientos y pudieras hablar para indicarme dónde está Nadie! Pronto lo molería a golpes y mi corazón se aliviaría”.

Cuando estuvimos algo apartados de la cueva, nos soltamos del ganado, no sin llevarlo dando rodeos hasta la nave. Los demás compañeros se alegraron de ver que nos habíamos librado de la muerte y empezaron a gemir y llorar por los demás. Aunque también estaba conmovido, les hice una señal con las cejas, les prohibí el llanto y les mandé a que cargaran rápidamente en la nave aquellas reses de hermoso vellón y a que volviéramos a surcar el agua salobre. Se embarcaron en seguida y, sentándose por orden en los bancos, tornaron a batir los remos sobre el canoso mar. Y cuando ya estuvimos lo bastante alejados de la playa como para no temer nada de los cíclopes, dije estas mordaces palabras: “¡Cíclope! No debieras emplear tu gran fuerza para comer a los amigos de un varón indefenso. Las consecuencias de tus malas acciones habían de alcanzarte, ¡oh, cruel!, ya que no temiste devorar a tus huéspedes; por eso Zeus y los demás dioses te han castigado”.

Y el cíclope, airado, arrancó la cumbre de una gran montaña y la arrojó delante de nuestra embarcación faltando poco para alcanzarnos. Se agitó el mar por la caída del peñasco y las olas empujaron la nave hacia el continente y la llevaron a tierra firme. Quise increpar de nuevo al cíclope, pero mis compañeros intentaron disuadirme: “¡Desgraciado! ¿Por qué quieres irritar a ese monstruo? Si nos oye, nos aplastará la cabeza y al barco, con lo que resultaríamos arrojados a uno de esos ásperos peñascos. ¡Mira cuán lejos llegan sus tiros!”.

Así  se expresaban, pero no lograron quebrantar la firmeza de mi corazón irritado, y hablé de nuevo al cíclope: “¡Polifemo, si alguien te pregunta la causa de tu ceguera, dile que quien te privó del ojo fue Odiseo, el asolador de ciudades, hijo de Laertes, que tiene su casa en Ítaca”.

Y él, dando un suspiro, respondió: “¡Oh, dioses! Se han cumplido los antiguos pronósticos. Hubo aquí un adivino excelente y grande, Téleme Eirímida, quien me vaticinó lo que hoy sucede: que sería privado de la vista por la mano de Odiseo. Pero esperaba yo que llegara un varón de gran estatura, gallardo, de mucha fuerza, y aquí que Odiseo es un hombre pequeño, despreciable y menguado. Pero, vuelve, Odiseo, para que te ofrezca los dones de la hospitalidad, y ruega a Poseidón para que te conduzca a la patria, ya que soy su hijo y él se gloria de ser mi padre. Y será él, si le place, quien me cure”.

Yo le contesté diciendo: “¡Ah, si pudiese quitarte el alma y la vida, ni el mismo Poseidón te curaría el ojo!”.

Y el cíclope dirigió su voz al soberano Poseidón, alzando las manos al estrellado cielo: “¡Óyeme, Poseidón, tú que ciñes la Tierra, dios de la cerúlea cabellera! Si en verdad soy hijo tuyo y te glorías de ser mi padre, concédeme que Odiseo no vuelva nunca a su palacio. Pero si está escrito que ha de ver a los suyos, que sea tarde y con daño, y en nave ajena; después de perder a todos sus compañeros, y que se encuentre con nuevas cuitas en su morada”.

Así rogó y le oyó el dios de cerúlea cabellera. Tomó el cíclope un peñasco mucho mayor que el de antes y nos o arrojó encima, cayéndonos muy cerca. De tal forma se agitó el mar por la caída del peñasco que las olas, empujando la embarcación hacia adelante, la hicieron llegar a tierra firme.

Así que arribamos a la isla donde estaban los restantes navíos y los compañeros que nos aguardaban llorando, saltamos a la orilla y sacamos la nave a la arena. Tomamos la embarcación las reses del cíclope y nos las repartimos de modo que nadie quedara sin parte. Después, como obsequio al dios Poseidón, le hicimos el sacrificio de un carnero. Pero el dios, sin hacer caso del sacrificio, meditaba cómo podría llegar a perder todas mis naves. Estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino hasta la puesta del sol; y cuando el sol se puso y vino la oscuridad, nos acostamos a la orilla del mar. Pero apenas se descubrió la hija de la mañana, ordené a mis compañeros que subieran a la nave y desataran las amarras. Se embarcaron con rapidez, y sentándose por orden en los bancos tornaron a batir con los remos el espumoso mar. De ahí seguimos adelante, con el corazón triste, pero escapando gustosos de la muerte.

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Fuente: La Odisea, Ed. Quinto Centenario

La épica antigua

LA ÉPICA ANTIGUA
Los mitos griegos

Para las sociedades que los crean y transmiten, los mitos narran acontecimientos de carácter sagrado, que se considera que ocurrieron en el principio de los tiempos. Los integrantes de la comunidad entienden que esos relatos no han sido creados por alguien en particular, y que incluso existían desde antes que hubiera alguien que pudiera contarlos. En algún momento fueron revelados a los antepasados, y su recuerdo se mantiene –gracias a la transmisión oral– de generación en generación.

Los protagonistas de los mitos griegos son seres considerados superiores: dioses y héroes legendarios, cercanos a los mismos dioses en un mundo dominado esencialmente por estos últimos, aunque compartido con los hombres. Según este tipo de pensamiento, el mundo es como es porque en el origen han ocurrido las cosas que los mitos cuentan.

Las mitologías de todas las culturas antiguas son amplios conjuntos de textos que se entrelazan formando la trama de las creencias de cada comunidad. Puestos en acción, los mitos se entrelazan con una amplia variedad de narraciones que los complementan, los amplían y los refuerzan, como las fábulas antiguas, los cuentos populares, los ciclos heroicos y, en particular, las leyendas.

Los límites entre las leyendas y los mitos suelen ser difusos. Pero en general, las leyendas se ocupan de acontecimientos que se suponen más cercanos: hechos vinculados con el tiempo de los hombres y ocurridos en una región específica, mientras que los mitos propiamente dichos narran cómo los poderes sobrenaturales actuaron en el inicio de los tiempos para construir el mundo tal como es.

La épica antigua

La capacidad humana de contar, relatar o narrar se ejercita desde tiempos muy remotos. Los relatos más antiguos se conocen como poemas épicos o epopeyas. El término épica proviene del vocablo epos, que quiere decir “palabra”.

Las epopeyas son poemas extensos que relatan las hazañas de héroes enfrentados con fuerzas que los superan. Estos poemas pervivieron gracias a la tradición oral y llegaron hasta nuestros días al ser puestos por escrito en fechas posteriores a su creación.

A lo largo de los siglos, los más antiguos habitantes de Grecia conocieron una vasta tradición de carácter épico, que tenía como objetivo celebrar las hazañas de los héroes guerreros de gran significación para la identidad cultural de la comunidad. A los hechos de aquellos héroes, que se consideraban históricos, se los revestía de rasgos sobrenaturales dada la condición sobrehumana que se les reconocía. En esta vasta literatura oral abrevó sin duda Homero para la composición de la Ilíada y la Odisea.

Dos epopeyas: la Ilíada y la Odisea

La Ilíada, atribuida al poeta griego Homero, relata los acontecimientos sucedidos durante el décimo y último año del sitio de Troya por parte de los griegos y, en especial, la cólera de Aquiles al ser privado de su botín de guerra por Agamenón, el jefe de la expedición. Después de su destrucción, Troya recibe el nombre de “Ilión”: de ahí el título de la obra de Homero.

Se trata de una epopeya de 15.000 versos que pone en escena a héroes valientes, simples mortales o semidioses, que compiten por la gloria en el combate, apoyados por los dioses del Olimpo. Así, en la Ilíada los dioses como Zeus, Atenea o Hera tienen participación en la vida de los hombres: observan la guerra como espectadores, deciden las victorias y las derrotas e intervienen directamente en el campo de batalla para que se cumpla el destino de los personajes.

Por su parte, la Odisea, cuya autoría también se atribuye a Homero, consta de 12.000 versos en los que se relatan las aventuras del jefe griego Odiseo –también llamado Ulises–, quien combatió durante diez años en Troya y tardará otros diez en regresar a la isla de Ítaca, donde viven su mujer Penélope y su hijo Telémaco.

Las cualidades de un héroe
En la antigua Grecia, los héroes eran, con frecuencia, guerreros provenientes de familias aristocráticas. Contaban, además, con antepasados –reales o míticos– prestigiosos: muchos eran fruto de la unión de un dios y un mortal, o tenían por lo menos un dios entre sus antepasados. Pero su condición de seres mortales los volvía inferiores a los dioses: no solo tenían sentimientos que los hacían sufrir, llorar y enojarse (pasiones que también son características de los dioses), sino que los héroes podían recibir heridas, a menudo fatales.

Aunque mortales, los héroes como Aquiles se distinguían, sin embargo, de los hombres comunes por varios atributos. Uno de ellos era el aspecto físico: en los poemas homéricos, la belleza del cuerpo se resalta con el esplendor del equipamiento para la guerra. En segundo lugar, los héroes buscaban excelencia. Lo que impulsa a estos personajes a realizar actos heroicos no es un sentido del deber, tal como nosotros lo entendemos: como deber hacia los demás. Se trata más bien de un deber personal, de un deber para consigo mismos. El héroe homérico se esfuerza por lo que nosotros traducimos como “virtud”, y que en griego es areté, “excelencia”. La excelencia está directamente relacionada con la gloria: si como hombres son mortales, los héroes aspiran a otro tipo de inmortalidad, aspiran a sobrevivir en la memoria de las futuras generaciones por sus hazañas.

En cambio, los héroes como Odiseo se caracterizaban por su astucia, inteligencia y deseo por saber. Sus particularidades físicas y su habilidad con las armas no eran sobresalientes como las de los guerreros, pero aún así eran líderes innatos, valientes y dispuestos a la aventura.

Si bien existían, entre los héroes, algunas costumbres propias de la época que hoy podrían evaluarse como crueles, tales como la privación de las armas del enemigo o la mutilación de un cadáver, podemos reconocer también prácticas corteses a través de las cuales los héroes homéricos muestran piedad, hospitalidad y amistad. Al final de la epopeya la Ilíada, cuando Aquiles renuncia a su venganza y le devuelve a Príamo el cuerpo de su hijo, evidencia una evolución psicológica como personaje. Esta primera manifestación de filantropía llegará a ser una virtud muy importante en el mundo griego.

Muchos de los héroes presentaban un destino fijado por los dioses y anunciado por los oráculos. En general, los designios divinos se oponían a los deseos del héroe, quien muchas veces intentaba en vano evitarlo: su destino es un destino trágico.

El período de culto al héroe comenzó en el siglo VIII a.C., cuando las élites aristocráticas refundaron las ciudades griegas sobre nuevas bases sociales, militares y políticas. Y es a través de la epopeya que se celebra que los héroes ganaron la inmortalidad.

Los valores que defienden los héroes son reveladores de las civilizaciones que les dieron origen. El escritor francés Phlippe Sellier escribe: “¿De dónde vienen los héroes? De una necesidad inherente a la humanidad de admirar, de crear modelos y dioses que superen, y de la literatura”.

La maquinaria divina
Al igual que la inmensa mayoría de los pueblos antiguos, los griegos eran politeístas: creían en una vasta cantidad de divinidades, de diferentes características y condiciones.

Los dioses del Olimpo estaban organizados en una familia sometida a la autoridad patriarcal de su jefe, Zeus. Poseidón era su hermano menor: Hera, su esposa, y Apolo, Atenea, Afrodita, Ares y Hermes, sus hijos. Se distinguían por su belleza y por tener un poder extraordinario que les permitía incluso controlar los fenómenos celestes. Eran antropomórficos, es decir, tenían aspecto humano y estaban animados por las mismas pasiones y sentimientos que los hombres: amores, disputas, celos, etc. Eran seres poderosos, aunque imperfectos, cuyas pasiones, defectos, virtudes, aciertos y errores eran muy semejantes a los de los mortales.  

Sin embargo, a diferencia de los hombres, tenían facultades sobrenaturales y eran inmortales. Entre las primeras pueden mencionarse el dominio de los elementos de la naturaleza (el rayo, el viento, la lluvia, el mar, el fuego, etc.), la posibilidad de transformación propia (en objetos inanimados tanto como en seres animados, incluso adoptando forma humana), el poder de transformación de objetos y seres vivos, y la capacidad de procreación (tanto en unión con otras divinidades como con mortales).

La acción central de la Ilíada gira en torno a la voluntad de Zeus y su promesa a Tetis de que los troyanos ganarían hasta que los griegos apreciaran la importancia y el valor de Aquiles. Esta intervención de los dioses en la vida de los hombres se conoce como “maquinaria divina” y es un recurso estructural que Homero ha empleado en las dos obras que se le atribuyen. En el caso de la Ilíada, Hera, Atenea y Poseidón respaldan a los griegos, mientras que Apolo, Afrodita y Ares apoyan a los troyanos.



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Fuentes: fragmentos de los textos "La épica antigua" en la Ilíada y "Los dioses y los héroes" en Mitos en acción 1, Ed. La estación.

Canto XXI de la Ilíada: "La furia del río Janto"

Canto XXI de la Ilíada

La furia del río Janto

Los troyanos huían por la llanura, llenos de terror. Y cuando llegaron junto al Janto, muchos se echaron a las aguas para escapar de la muerte. Como las langostas que, acosadas por la violencia del fuego, buscan el río, así el Janto se llenó de hombres y caballos. La corriente resonaba y los troyanos nadaban intentando salvar sus vidas, mientras eran arrastrados por los remolinos.
Aquiles dejó su lanza en la orilla, saltó al río con la espada y comenzó a herir a muchos enemigos. Se levantó un horrible griterío y el agua se tiñó de sangre. Cayeron Asteropeo, Tersíloco, Midón, Trasio, Enio y muchos más. Y Aquiles hubiera seguido matando si el río de profundos remolinos no se hubiera transfigurado en hombre para decirle:
–¡Aquiles! Superas a los demás hombres tanto en tu valor como en tus indignas acciones. Mi hermosa corriente está llena de cadáveres que obstruyen mi cauce y no me dejan verter el agua al mar. Y tú sigues matando de un modo atroz. Aléjate ya; me tienes horrorizad, príncipe de hombres.
Y respondió Aquiles:
–Escamadro,[1] no dejaré de matar troyanos hasta que los acorrale en la ciudad y me enfrente con Héctor, para que él me mate a mí o yo acabe con él.
Dicho esto, Aquiles saltó al centro del río. Pero este lo atacó enfurecido: hinchó sus aguas y revolvió la corriente, arrastró hasta las orillas a muchos muertos y al mismo tiempo salvaba a los vivos ocultándolos entre sus remolinos. Grandes y fuertes olas caían sobre Aquiles, y el héroe no podía mantenerse en pie. Se aferró a un olmo[2] grueso y frondoso, pero el árbol fue arrancado de raíz y cayó al agua. Aquiles, asustado, trepó al olmo y volvió a la orilla. Pero el gran dios no dejó de perseguirlo: lanzó tras él más olas, anegando la tierra. Aquiles corría y la corriente iba tras él. Las aguas azotaban, cansando sus rodillas y aflojando el suelo a sus pies. Entonces el hijo de Peleo, con la mirada puesta en el cielo, se lamentó:
–¡Padre Zeus! ¿Cómo no viene ningún dios a salvarme de la persecución del río? ¡Ojalá hubiera muerto en manos de Héctor! Entonces, un valiente hubiera matado a otro valiente. Pero ahora el Destino quiere que yo perezca de una muerte miserable, como un niño que, al intentar cruzar el río, es atrapado por sus aguas.
Y las olas púrpuras ya arrastraban de nuevo a Aquiles, cuando Hera le dijo a Hefesto:
–¡Levántante, hijo querido! Ayuda pronto a Aquiles haciendo aparecer tus inmensas llamas. Con el Céfiro y el veloz Noto[3] voy a causar una gran ráfaga que provoque un incendio destructor. Se quemarán las cabezas y armas de los troyanos. Tú enciende sobre los árboles de las orillas del Janto y envuélvelo en fuego.
Así dijo, y Hefesto arrojó una llama abrasadora que incendió la llanura y quemó muchos cadáveres. El campo se secó y el agua dejó de correr. Luego Hefesto dirigió su llama al río, y ardieron los olmos, los sauces, los tamariscos y los juncos que crecían en las orillas. Anguilas[4] y peces padecían y saltaban de un lado al otro, y el río, quemándose también, hablaba así:
–¡Hefesto! Ninguno de los dioses te iguala y no quiero luchar contigo ni con tu llama ardiente. Deja de perseguirme, y que Aquiles arroje de la ciudad a los troyanos. ¿Qué interés tengo yo en esa pelea?
Así dijo; Hefesto apagó, entonces, las llamas y las olas retrocedieron hacia la hermosa corriente. Pero los demás dioses siguieron peleando. Zeus, sentado en el Olimpo, sonreía al verlos. Ares insultó a Atenea y la atacó con su lanza, pero ella tomó una enorme piedra negra con la punta afilada e hirió a Ares en el cuello, derribándolo. Entonces le dijo:
–¡Necio! Aún no te diste cuenta de que soy más fuerte. Así padecerás por haber abandonado a los aqueos en favor de los troyanos.
Afrodita, hija de Zeus, acudió para sacar a Ares de allí, tomándolo de las manos. Cuando Hera la vio, le dijo a Atenea estas palabras:
–Aquella pulga de perro saca a Ares del combate. ¡Ve tras ella!
Atenea corrió hacia Afrodita y, alzando su robusta mano, descargó un golpe sobre su pecho. Las rodillas y el corazón de Afrodita desfallecieron, y tanto ella como Ares quedaron tendidos en la fértil tierra. Atenea se vanaglorió diciendo:
–¡Ojalá todos los que ayudan a los troyanos fuesen tan audaces e intrépidos como Afrodita! Hace tiempo hubiéramos ganado la guerra.
Así se expresó, y Hera sonrió. Después los dioses volvieron al Olimpo, irritados unos, y otros satisfechos por el triunfo. Todos se sentaron junto a Zeus, el de las sombrías nubes.
Mientras tanto, Aquiles mataba hombres y caballos. El anciano Príamo, desde la torre, veía al hijo de Peleo y a los troyanos que huían ante él, ya sin fuerzas para resistir. Entonces bajó y les ordenó a los que custodiaban las puertas de la muralla:
–¡Abran las puertas para que pasen a la ciudad los guerreros que huyen espantados! Y, tan pronto como lleguen, vuelvan a cerrarlas, para impedir la entrada del funesto Aquiles en nuestra ciudad.


REFERENCIAS

- Afrodita: diosa del amor
- Ares: dios de la guerra y la violencia
- Atenea: diosa protectora de la guerra
- Céfiro y Noto: los vientos eran representados a menudo como dioses alados. Noto era el dios del viento sur que traía las tormentas de finales de verano y de otoño. Céfiro era el dios del viento oeste
- Hera: diosa de la familia, esposa de Zeus
- Hefesto: dios del fuego
- Príamo: el rey de Troya




[1] El río Escamandro o Janto aparece aquí personificado: es capaz de entablar un diálogo e, incluso, de enfrentar a Aquiles.
[2] El olmo es un árbol que puede alcanzar veinte metros de altura, de tronco robusto, copa ancha y espesa y flores blanco-rojizas.
[3] Los vientos eran a menudo representados como dioses alados. Se correspondían con los puntos cardinales. Noto era el dios del viento sur que traía las tormentas de finales de verano y de otoño. Céfiro era el dios del viento del oeste.
[4] Las anguilas son peces de cuerpo largo y cilíndrico.


Fuente: Ilíada, Ed. La estación.

Teogonía

Teogonía


Obra del poeta griego Hesíodo sobre la creación del universo



Antes del nacimiento del Universo, existió el Caos. Este era un estado informe, nebuloso y confuso. Sin embargo, llegó el instante en que una Potencia innombrable puso orden en el desorden separando los elementos contrarios y juntando los iguales. De esta manera surgieron los dioses primordiales: Nix (la Noche), Erebo y Eros (las Tinieblas y el Amor) y Gea (la Tierra). Gea, a su vez de sí misma desprendió a Urano (el Cielo Estrellado).
Urano iba cada noche a cubrir a Gea. De esa unión nació la primera generación divina: las Titanes. Luego procrearon una segunda generación y una tercera, todas monstruosas: las de los Cíclopes y la de los Hecatónquiros. Urano, al ver que estos monstruos eran poderosos, decidió encadenarlos y ocultarlos en las profundidades de la Tierra.
Gea, dolida en su amor de madre, pidió a sus hijos los Titanes que liberasen a sus hermanos que habían sido odiados y despreciados. Cronos, el menor, escuchó su ruego. Pero se aprovechó de la ayuda materna solo para destronar a su padre Urano y así convertirse en el Dios principal. Luego se unió a Rea consolidando su reinado. Por otro lado, no desencadenó a los Cíclopes y los Hecatónquiros, incumpliendo su promesa. Gea, despechada, le predijo que así como él había destronado a su padre, uno de sus hijos lo destronaría a él.
A lo largo del tiempo, Rea concibió varios hijos, pero tan pronto como nacían Cronos los devoraba impasiblemente, a fin de que ninguno llegase a poseer jamás el poder supremo entre los Inmortales. Rea vivía abrumada por un dolor inmenso.
Cuando iba a parir al último, suplicó a Gea y Urano que le enseñasen una forma de ocultar el alumbramiento de su hijo. Ellos le revelaron cuáles serían los destinos del rey Cronos y de sus hijos magnánimos. Luego la enviaron a Lictos, dentro de la vasta Creta, cuando ya estaba próxima a parir. Escondida entre los flancos de la tierra divina, sobre el monte Argeo siempre cubierto de espesas selvas, Rea dio a luz a un niño y lo confió a los cuidados de Gea. Después tras envolver entre mantillas una piedra enorme, se la ofreció al gran príncipe Cronos, quien sin mirarla se la comió pensando que era un niño más.
No preveía en su espíritu que, gracias a este engaño, sobreviviría su hijo invencible, quien con la fuerza de sus manos lo dominaría y le arrebataría su poderío reinando entre los Inmortales.
Para que se cumpliera esta profecía, Gea engañó astutamente a Cronos instándolo a que bebiera una pócima que lo hizo vomitar toda su progenie devorada hasta entonces.
Primero devolvió la piedra, que era lo último que se había tragado. A continuación, de sus entrañas, surgieron Poseidón (el futuro señor del mar), Hades (el futuro señor del Inframundo), Hestia, Démeter y Hera. Devueltos al Universo, ellos se unieron a su hermano Zeus, consolidando una alianza olímpica a fin de destronar al padre voraz.
Zeus también liberó a sus tíos los Cíclopes y los Hecatónquiros, quienes aún permanecían encadenados a las entrañas de la Tierra. Agradecidos, le dieron a Zeus el trueno, la blanca centella y el relámpago.
Desde entonces, armado de tales artificios, Zeus manda entre los hombres y los dioses. 

GLOSARIO

Teogonía: creación de los dioses
Cíclopes: gigantes con un único ojo sobre la frente
Hecatónquiros: gigantes de cincuenta cabezas y de cuyos hombros nacen cien manos
Flanco: cada uno de los dos lados o costados de un cuerpo, mirado de frente
Progenie: descendencia o conjunto de hijos de alguien


Traducción: Miguel Soler

Odiseo y Polifemo

Odiseo y Polifemo Fragmento del canto IX de la Odisea de Homero Odiseo prosigue la narración de sus infortunios en la tierra de lo...