Odiseo y Polifemo
Fragmento del canto IX de la Odisea
de Homero
Odiseo prosigue la narración
de sus infortunios en la tierra de los cíclopes y cuenta a los comensales su
aventura con el gigante Polifemo. Del desenlace de estos hechos proviene la
enemistad con Poseidón, padre del cíclope, y las posteriores consecuencias del
relato de Odiseo.
Desde allí continuamos la navegación con ánimo afligido, y llegamos a la
tierra de los cíclopes. Éstos, confiados en los dioses inmortales, no plantan
árboles ni labran los campos; todo les nace sin semilla y sin arado y lo hace
crecer la lluvia enviada por Zeus. Carecen de ágoras donde reunirse a
deliberar, y viven en las cumbres de los montes, en cuevas; cada cual impera en
sus hijos y mujeres, y no se entrometen los unos con los otros.
Delante del puerto, no muy cerca ni a gran distancia de los cíclopes,
hay una pequeña isla poblada de bosques, con infinidad de cabras montesas, pues
no las ahuyenta el paso de ningún hombre. No se ven en ella ni rebaños ni
labradíos, y las tierras están sin sembrar. Los cíclopes no tienen naves de rojas
proas artífices que se las construyan. El interior de la isla es llano y
podrían segarse altísimas mieses, ya que el suelo es fértil. Posee un cómodo
puerto, en donde no se requieren amarras ni es preciso echar áncoras. En lo
alto del puerto mana una fuente de agua límpida bajo una cueva a cuyo alrededor
han crecido los álamos. En esta isla, pues, amainamos las velas y saltamos a la
orilla del mar y, entregándonos al sueño, aguardamos a que amaneciera la divina
Aurora.
No bien se descubrió la hija de la mañana anduvimos por la isla muy
admirados. Las ninfas, hijas de Zeus, trajeron cabras montaraces para que
comieran mis compañeros. Doce eran las naves que me seguían y a cada una le
correspondieron nueve cabras, apartándose diez para mí solo. Mucho comimos y
bebimos. Al día siguiente llamé a mis compañeros a junta y les dije: “Quédense
aquí, mis fieles amigos, y yo iré allá con mi nave y compañeros y procuraré
averiguar qué hombres son aquellos”.
Subí a la nave y así llegamos a dicha tierra, muy próxima. Vimos en uno
de los extremos una gruta: en ella reposaban ovejas y cabras, y en el contorno
había una alta cerca de piedras, grandes pinos y encinas de elevada copa. Allí
moraba un varón gigantesco, solitario, que apacentaba rebaños lejos de los
demás hombres. Era un monstruo horrible y no parecía hombre sino bestia.
Ordené entonces a mis compañeros que guardaran la nave. Escogí los doce
mejores y juntos echamos a andar, con un pellejo de cabra lleno de negro y
dulce vino.
Pronto llegamos a la gruta, pero no dimos con el monstruo porque estaba
apacentando a las ovejas. Entramos y nos pusimos a contemplar con admiración
los zarzos cargados de quesos y los establos rebosantes de corderos y cabritos.
Comimos queso, hicimos un sacrificio a los dioses y esperamos la llegada de
aquel hombre.
Traía este hombre una gran carga de leña seca para preparar su comida, y
la descargó dentro de la cueva con tal estruendo que nos refugiamos
apresuradamente en lo más recóndito de ella. Luego metió en el espacioso antro
todas las ovejas que tenía que ordeñar, dejando a la puerta los carneros y los
bucos. Después cerró la entrada con una enorme piedra que no hubiesen podido
mover veintidós sólidos carros de cuatro ruedas. Comenzó a ordeñar las ovejas y
cabras y después se sirvió leche. Luego encendió el fuego y al vernos nos hizo
estas preguntas: “¡Oh, forasteros! ¿Quiénes son y de dónde llegaron navegando
por húmedos caminos? ¿Vienen por algún negocio o navegan como bandidos?”.
Nos infundía temor su voz grave y su aspecto monstruoso. Yo le respondí
de esta manera: “Somos aqueos a quienes los vientos extraviaron al salir de
Troya. Deseamos volver a la patria y nos preciamos de ser guerreros de
Agamenón, y venimos a abrazar tus rodillas por si quisieras presentarnos los
dones de la hospitalidad o hacernos algún otro regalo, como es costumbre entre
los huéspedes y como es necesario para no desatar la ira de Zeus”.
El gigante me respondió enseguida con ánimo cruel: “¡Oh, forastero! Eres
muy simple o vienes de lejanas tierras cuando me exhortas a temer a los dioses
y guardarme de su cólera, pues los cíclopes no se cuidan de Zeus ni de los
númenes, y yo no te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros por temor a la
enemistad con Zeus. Pero dime, ¿en qué sitio dejaste la bien construida
embarcación?”.
Esto último lo dijo para tentarme; pero su intención no me pasó
inadvertida y a sus engañosas palabras le respondí: “Poseidón rompió mi nave,
llevándosela a un promontorio y estrellándola contra las rocas, en los confines
de tus tierras; el viento se la llevó y mis compañeros y yo pudimos liberarnos
de una muerte terrible”.
De repente se levantó el cíclope y agarró a dos de mis compañeros, y
después los arrojó como si fueran cachorros, y de golpe les despedazó los
miembros. Después se preparó una cena con ellos y comió como un león, no
dejando ni los intestinos ni los huesos. Mis compañeros y yo contemplábamos
horrorizados el espectáculo, alzando las manos a Zeus, pues la desesperación se
había apoderado de nosotros. Aguardamos a que se durmiera con el propósito de
herirlo, pero la gruesa piedra que había colocado ante nosotros nos detuvo:
aunque lo hubiésemos matado no habríamos podido salir, pues nos resultaba
imposible mover aquel grandioso pedrusco. Así, sin saber qué hacer, esperamos la Aurora del día siguiente.
Cuando se descubrió la hija de la mañana, el cíclope encendió el fuego y
ordeñó a las ovejas. Seguidamente echó mano a otros dos compañeros y, como hizo
la noche anterior, se aparejó con ellos su almuerzo. Después sacó el ganado de
la cueva y la cerró tras sí con la piedra. Quedé meditando siniestros planes
para vengarme de la muerte de mis compañeros. Al fin me pareció que la mejor
solución sería la siguiente: sobre el establo había una gran clava de olivo,
semejante al mástil de un negro y ancho bajel de transporte. Corté una estaca
que mis compañeros pulieron. Luego la endurecí con el fuego y la oculté bajo el
estiércol.
Por la tarde volvió el cíclope, ordeñó las ovejas y cabras, agarró a
otros dos compañeros y con ellos se aparejó la cena. Entonces, aproximándome
con una copa de vino, le dije: “Toma, cíclope. Bebe vino, ya que comiste carne
humana, a fin de que sepas qué bebida se guardaba en nuestro buque. Te lo traía
para ofrecértelo en caso de que te apiadases de mí. Pero tú te enfureces de un
modo muy cruel. ¿Cómo quieres que en lo sucesivo vengan a visitarte, si no te
portas como es debido?”.
Polifemo tomó el vino y lo probó. Le gusto tanto que me pidió más:
“Lléname nuevamente la copa –clamaba el cíclope– y hazme saber tu nombre para
que te ofrezca un don hospitalario. También nuestra tierra produce gruesos racimos,
que crecen con la lluvia enviada por Zeus, pero tu vino se compone de ambrosía
y néctar”.
Volví a servirle el negro vino y se bebió tres copas. Y cuando los
vapores del vino envolvieron su mente, le dije con suavidad: “Cíclope,
preguntas cuál es mi nombre y voy a decírtelo, pero dame el presente de
hospitalidad que me has prometido. Mi nombre es Nadie, y Nadie me llaman mi
madre, mi padre y mis compañeros”.
“Pues a Nadie me lo comeré a lo último –respondió Polifemo–: tal es mi
don hospitalario”.
Se echó hacia atrás y cayó de espaldas, durmiéndose de a poco. Entonces
puse la punta de la estaca en el fuego y cuando comenzó a arder, junto con mis
compañeros, la hincamos en el ojo del cíclope, haciéndola girar rápidamente. En
seguida, el cíclope dio un terrible gemido que retumbó estrepitosamente en la
cueva. Se arrancó la estaca y comenzó a llamar a los gritos a sus amigos
cíclopes, quienes acudieron a su encuentro y le preguntaron qué le angustiaba:
“¿¡Por qué gritas de ese modo, a estas horas de la noche!?”.
“¡Oh, amigos! –les respondió Polifemo–. ¡Nadie me ha herido con
engaño!”.
“Pues si nadie te ha herido, ¡no es posible evitar la enfermedad que te
envía el gran Zeus!; ruega, pues, a tu padre, el soberano Poseidón”, le
contestaron sus amigos.
Apenas acabaron de hablar, se retiraron. El cíclope, gimiendo por los
dolores, anduvo a tientas, quitó el peñasco de la puerta y se sentó en la
entrada, con los brazos tendidos para atraparnos cuando saliéramos. Pensé en
toda clase de engaños para escapar y al fin me pareció lo mejor esperar hasta
la aparición de la divina Aurora.
Cuando se descubrió la hija de la mañana, los machos de las ovejas
salieron presurosos a pacer, y las hembras, como no se las había ordeñado,
balaban en el corral. Su amo, afligido por los dolores, palpaba el lomo a todas
las reses y no advirtió que mis compañeros iban atados al vientre de los
animales. Al notar que su oveja predilecta se había quedado rezagada, le habló
así: “¡Carnero querido! –gemía Polifemo–, ¿por qué sales de la gruta el
postrero del rebaño? Nunca te quedaste detrás de las ovejas, sino que siempre
ibas adelante. Sin duda echarás de menos el ojo de tu señor, a quien cegó un
hombre malvado. ¡Si tuvieras mis sentimientos y pudieras hablar para indicarme
dónde está Nadie! Pronto lo molería a golpes y mi corazón se aliviaría”.
Cuando estuvimos algo apartados de la cueva, nos soltamos del ganado, no
sin llevarlo dando rodeos hasta la nave. Los demás compañeros se alegraron de
ver que nos habíamos librado de la muerte y empezaron a gemir y llorar por los
demás. Aunque también estaba conmovido, les hice una señal con las cejas, les
prohibí el llanto y les mandé a que cargaran rápidamente en la nave aquellas
reses de hermoso vellón y a que volviéramos a surcar el agua salobre. Se
embarcaron en seguida y, sentándose por orden en los bancos, tornaron a batir
los remos sobre el canoso mar. Y cuando ya estuvimos lo bastante alejados de la
playa como para no temer nada de los cíclopes, dije estas mordaces palabras:
“¡Cíclope! No debieras emplear tu gran fuerza para comer a los amigos de un
varón indefenso. Las consecuencias de tus malas acciones habían de alcanzarte,
¡oh, cruel!, ya que no temiste devorar a tus huéspedes; por eso Zeus y los
demás dioses te han castigado”.
Y el cíclope, airado, arrancó la cumbre de una gran montaña y la arrojó
delante de nuestra embarcación faltando poco para alcanzarnos. Se agitó el mar
por la caída del peñasco y las olas empujaron la nave hacia el continente y la
llevaron a tierra firme. Quise increpar de nuevo al cíclope, pero mis
compañeros intentaron disuadirme: “¡Desgraciado! ¿Por qué quieres irritar a ese
monstruo? Si nos oye, nos aplastará la cabeza y al barco, con lo que
resultaríamos arrojados a uno de esos ásperos peñascos. ¡Mira cuán lejos llegan
sus tiros!”.
Así se expresaban, pero no
lograron quebrantar la firmeza de mi corazón irritado, y hablé de nuevo al
cíclope: “¡Polifemo, si alguien te pregunta la causa de tu ceguera, dile que
quien te privó del ojo fue Odiseo, el asolador de ciudades, hijo de Laertes,
que tiene su casa en Ítaca”.
Y él, dando un suspiro, respondió: “¡Oh, dioses! Se han cumplido los
antiguos pronósticos. Hubo aquí un adivino excelente y grande, Téleme Eirímida,
quien me vaticinó lo que hoy sucede: que sería privado de la vista por la mano
de Odiseo. Pero esperaba yo que llegara un varón de gran estatura, gallardo, de
mucha fuerza, y aquí que Odiseo es un hombre pequeño, despreciable y menguado.
Pero, vuelve, Odiseo, para que te ofrezca los dones de la hospitalidad, y ruega
a Poseidón para que te conduzca a la patria, ya que soy su hijo y él se gloria
de ser mi padre. Y será él, si le place, quien me cure”.
Yo le contesté diciendo: “¡Ah, si pudiese quitarte el alma y la vida, ni
el mismo Poseidón te curaría el ojo!”.
Y el cíclope dirigió su voz al soberano Poseidón, alzando las manos al
estrellado cielo: “¡Óyeme, Poseidón, tú que ciñes la Tierra , dios de la cerúlea
cabellera! Si en verdad soy hijo tuyo y te glorías de ser mi padre, concédeme
que Odiseo no vuelva nunca a su palacio. Pero si está escrito que ha de ver a
los suyos, que sea tarde y con daño, y en nave ajena; después de perder a todos
sus compañeros, y que se encuentre con nuevas cuitas en su morada”.
Así rogó y le oyó el dios de cerúlea cabellera. Tomó el cíclope un
peñasco mucho mayor que el de antes y nos o arrojó encima, cayéndonos muy
cerca. De tal forma se agitó el mar por la caída del peñasco que las olas,
empujando la embarcación hacia adelante, la hicieron llegar a tierra firme.
Así que arribamos a la isla donde estaban los restantes navíos y los
compañeros que nos aguardaban llorando, saltamos a la orilla y sacamos la nave
a la arena. Tomamos la embarcación las reses del cíclope y nos las repartimos
de modo que nadie quedara sin parte. Después, como obsequio al dios Poseidón,
le hicimos el sacrificio de un carnero. Pero el dios, sin hacer caso del
sacrificio, meditaba cómo podría llegar a perder todas mis naves. Estuvimos
sentados, comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino hasta la puesta
del sol; y cuando el sol se puso y vino la oscuridad, nos acostamos a la orilla
del mar. Pero apenas se descubrió la hija de la mañana, ordené a mis compañeros
que subieran a la nave y desataran las amarras. Se embarcaron con rapidez, y
sentándose por orden en los bancos tornaron a batir con los remos el espumoso
mar. De ahí seguimos adelante, con el corazón triste, pero escapando gustosos
de la muerte.
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Fuente: La Odisea , Ed. Quinto
Centenario